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l'orthodoxie en haiti
25 juin 2009

San Juan Crisóstomo

San    Juan Crisóstomo

Primer    texto: “Sobre el Amor Cristiano”.

Autor: San Juan Crisóstomo.

Comentario y    Traducción: Padre Atanasio Yanes,    Archidiácono del Sacro Arzobispado Ortodoxo Griego de México.

SINÓPSIS BIOGRÁFICA

COMENTARIO

FRAGMENTOS DE LA    HOMILÍA DE SAN JUAN CRISÓSTOMO SOBRE EL AMOR CRISTIANO

SINÓPSIS BIOGRÁFICA

San Juan Crisóstomo nació en Antioquía (Siria) en el año 347. Era hijo único de un gran militar y de una mujer virtuosísima, Antusa, que ha sido declarada santa también.

A los 20 años Antusa quedó viuda y aunque era hermosa renunció a un segundo matrimonio para dedicarse por completo a la educación de su hijo Juan.

Desde sus primeros años el jovencito demostró tener admirables cualidades de orador, y en la escuela causaba admiración con sus declamaciones y con las intervenciones en las academias literarias. La mamá lo puso a estudiar bajo la dirección de Libanio, el mejor orador de Antioquía, y pronto hizo tales progresos, que preguntado un día Libanio acerca de quién desearía que fuera su sucesor en el arte de enseñar oratoria, respondió: "Me gustaría que fuera Juan, pero veo que a él le llama más la atención la vida religiosa que la oratoria en las plazas".

Juan deseaba mucho irse de monje al desierto, pero su madre le rogaba que no la fuera a dejar sola. Entonces para complacerla se quedó en su hogar pero convirtiendo su casa en un monasterio, o sea viviendo allí como si fuera un monje, dedicado al estudio y la oración y a hacer penitencia.

Cuando su madre murió se fue de monje al desierto y allá estuvo seis años rezando, haciendo penitencias y dedicándose a estudiar la S. Biblia. Pero los ayunos tan prolongados, la falta total de toda comodidad, los mosquitos, y la impresionante humedad de esos terrenos le dañaron la salud, y el superior de los monjes le aconsejó que si quería seguir viviendo y ser útil a la sociedad tenía que volver a la ciudad, porque la vida de monje en el desierto no era para una salud como la suya.

El llegar otra vez a Antioquía fue ordenado de sacerdote y el anciano Obispo Flaviano le pidió que lo reemplazara en la predicación. Y empezó pronto a deslumbrar con sus maravillosos sermones. La ciudad de Antioquía tenía unos cien mil cristianos, los cuales no eran demasiado fervorosos. Juan empezó a predicar cada domingo. Después cada tres días. Más tarde cada día y luego varias veces al día. Los templos donde predicaba se llenaban de bote en bote. Frecuentemente sus sermones duraban dos horas, pero a los oyentes les parecían unos pocos minutos, por la magia de su oratoria insuperable. La entonación de su voz era impresionante. Sus temas, siempre tomados de la S. Biblia, el libro que él leía día por día, y meditaba por muchas horas. Sus sermones están coleccionados en 13 volúmenes. Son impresionantemente bellos.

Era un verdadero pescador de almas. Empezaba tratando temas elevados y de pronto descendía rápidamente como un águila hacia las realidades de la vida diaria. Se enfrentaba enardecido contra los vicios y los abusos. Fustigaba y atacaba implacablemente al pecado. Tronaba terrible su fuerte voz contra los que malgastaban su dinero en lujos e inutilidades, mientras los pobres tiritaban de frío y agonizaban de hambre.

El pueblo le escuchaba emocionado y de pronto estallaba en calurosos aplausos, o en estrepitoso llanto el cual se volvía colectivo e incontenible. Los frutos de conversión eran visibles.

El emperador Teodosio decretó nuevos impuestos. El pueblo de Antioquía se disgustó y por ello armó una revuelta y en el colmo de la trifulca derribaron las estatuas del emperador y de su esposa y las arrastraron por las calles. La reacción del gobernante fue terrible. Envió su ejército a dominar la ciudad y con la orden de tomar una venganza espantosa. Entre la gente cundió la alarma y a todos los invadió el terror. El Obispo se fue a Constantinopla, la capital, a implorar el perdón del airado emperador y las multitudes llenaron los templos implorando la ayuda de Dios.

Y fue entonces cuando Juan Crisóstomo aprovechó la ocasión para pronunciar ante aquel populacho sus famosísimos "Discursos de las estatuas" que conmovieron enormemente a sus miles de oyentes logrando conversiones. Esos 21 discursos fueron quizás los mejores de toda su vida y lo hicieron famoso en los países de los alrededores. Su fama llegó hasta la capital del imperio. Y el fervor y la conversión a que hizo llegar a sus fieles cristianos, obtuvieron que las oraciones fueran escuchadas por Dios y que el emperador desistiera del castigo a la ciudad.

En el año 398, habiendo muerto el arzobispo de Constantinopla, le pareció al emperador que el mejor candidato para ese puesto era Juan Crisóstomo, pero el santo se sentía totalmente indigno y respondía que había muchos que eran más dignos que él para tan alto cargo. Sin embargo el emperador Arcadio envió a uno de sus ministros con la orden terminante de llevar a Juan a Constantinopla aunque fuera a la fuerza. Así que el enviado oficial invitó al santo a que lo acompañara a las afueras de la ciudad de Antioquía a visitar las tumbas de los mártires, y entonces dio la orden a los oficiales del ejército de que lo llevaran a Constantinopla con la mayor rapidez posible, y en el mayor secreto porque si en Antioquía sabían que les iban a quitar a su predicador se iba a formar un tumulto inmenso. Y así fue que tuvo que aceptar ser arzobispo.

Apenas posesionado de su altísimo cargo lo primero que hizo fue mandar quitar de su palacio todos los lujos. Con las cortinas tan elegantes fabricaron vestidos para cubrir a los pobres que se morían de frío. Cambió los muebles de lujo por muebles ordinarios, y con la venta de los otros ayudó a muchos pobres que pasaban terribles necesidades. El mismo vestía muy sencillamente y comía tan pobremente como un monje del desierto. Y lo mismo fue exigiendo a sus sacerdotes y monjes: ser pobres en el vestir, en el comer, y en el mobiliario, y así dar buen ejemplo y con lo que se ahorraba en todo esto ayudar a los necesitados.

Pronto, en sus elocuentes sermones empezó a atacar fuertemente el lujo de las gentes en el vestir y en sus mobiliarios y fue obteniendo que con lo que muchos gastaban antes en vestidos costosísimos y en muebles ostentosos, lo empezaran a emplear en ayudar a la gente pobre. El mismo daba ejemplo en esto, y la gente se conmovía ante sus palabras y su modo tan pobre y mortificado de vivir.

En aquellos tiempos había una ley de la Iglesia que ordenaba que cuando una persona se sentía injustamente perseguida podía refugiarse en el templo principal de la ciudad y que allí no podían ir las autoridades a apresarle. Y sucedió que una pobre viuda se sintió injustamente perseguida por la emperatriz Eudoxia y por su primer ministro y se refugió en el templo del Arzobispo. Las autoridades quisieron ir allí a apresarla pero San Juan Crisóstomo se opuso y no lo permitió. Esto disgustó mucho a la emperatriz. Y unos meses más tarde Eudoxia peleó con su primer ministro y se propuso echarlo a la cárcel. Él corrió a refugiarse en el templo del arzobispo y aunque la policía de la emperatriz quiso llevarlo preso, San Juan Crisóstomo no lo permitió. El ministro que antes había querido llevarse prisionera a una pobre mujer y no pudo, porque el arzobispo la defendía, ahora se vio él mismo defendido por el propio santo. Eudoxia ardía de rabia por todo esto y juraba vengarse pero el gran predicador gritaba en sus sermones: "¿Cómo puede pretender una persona que Dios le perdone sus maldades si ella no quiere perdonar a los que le han ofendido?"

Eudoxia se unió con un terrible enemigo que tenía Crisóstomo, y era Teófilo de Alejandría. Este reunió un grupo de los que odiaban al santo y entre todos lo acusaron de un montón de cosas. Por ej. Que había gastado los bienes de la Iglesia en repartir ayudas a los pobres. Que prefería comer solo en vez de ir a los banquetes. Que a los sacerdotes que no se portaban debidamente los amenazaba con el grave peligro que tenían de condenarse, y que había dicho que la emperatriz, por las maldades que cometía, se parecía a la pérfida reina Jetzabel que quiso matar al profeta Elías, etc., etc.

Al oír estas acusaciones, el emperador, atizado por su esposa Eudoxia, decretó que Juan quedaba condenado al destierro. Al saber tal noticia, un inmenso gentío se reunió en la catedral, y Juan Crisóstomo renunció uno de sus más hermosos sermones. Decía: "¿Qué me destierran? ¿A qué sitio me podrán enviar que no esté mi Dios allí cuidando de mí? ¿Qué me quitan mis bienes? ¿Qué me pueden quitar si ya los he repartido todos? ¿Qué me matarán? Así me vuelvo más semejante a mi Maestro Jesús, y como El, daré mi vida por mis ovejas..."

Ocultamente fue enviado al destierro, pero sobrevino un terremoto en Constantinopla y llenos de terror los gobernantes le rogaron que volviera otra vez a la ciudad, y un inmenso gentío salió a recibirlo en medio de grandes aclamaciones.

Eudoxia, Teófilo y los demás enemigos no se dieron por vencidos. Inventaron nuevas acusaciones contra Juan, y aunque el Papa de Roma y muchos obispos más lo defendían, le enviaron desterrado al Mar Negro. El anciano arzobispo fue tratado brutalmente por algunos de los militares que lo llevaban prisionero, los cuales le hacían caminar kilómetros y kilómetros cada día, con un sol ardiente, lo cual lo debilitó muchísimo. El trece de septiembre, después de caminar diez kilómetros bajo un sol abrasador, se sintió muy agotado. Se durmió y vio en sueños que San Basilisco, un famoso obispo muerto hacía algunos años, se le aparecía y le decía: "Animo, Juan, mañana estaremos juntos". Se hizo aplicarlos últimos sacramentos; se revistió de los ornamentos de arzobispo y al día siguiente diciendo estas palabras: "Sea dada gloria a Dios por todo", quedó muerto. Era el 14 de septiembre del año 404. La Emperatriz Eudoxia murió unos días antes que él.

Al año siguiente el cadáver del santo fue llevado solemnemente a Constantinopla y todo el pueblo, precedido por las más altas autoridades, salió a recibirlo cantando y rezando.

En la actualidad, para bendición y regocijo de la Cristiandad oriental, los santos restos mortales del San Juan Crisóstomo descansan en su Sede de Constantinopla, después de que el Papa Juan Pablo II tuviera el hermoso y fraterno gesto de hacerlos regresar a la Ciudad, de la cual habían sido trasladados a Roma en el siglo XIII.

COMENTARIO

     No cabe duda de que San Juan Crisóstomo ha sido, es y será siempre uno de los más importantes expositores, comentadores y exegetas de la Doctrina Cristiana y la vivencia espiritual que a través de los siglos la acompaña. Como su nombre indica (Crisóstomo significa en griego “el de la boca de oro”), San Juan Crisóstomo fue el teólogo más excelso de la llamada “Escuela de Antioquía”[1], desde el inicio reconocido como un preclaro orador, expositor de un verbo teológico-exhortativo especialmente iluminado por el Santo Espíritu de Dios, y firme defensor, en la praxis de su intensa vida coronada por la santidad y la deificación, de los principios y la Enseñanza que predicaba. De hecho, una de las características más admirables del Santo, es la absoluta coherencia entre su palabra y su vida, entre su predicación y su experiencia    vital, por lo cual hubo de sufrir exilio, habiendo sido Arzobispo de Constantinopla, hasta terminar su vida terrena en el año 407, a la edad de 62 años[2], físicamente alejado de su Cátedra, pero espiritualmente consagrado al ejercicio de sus deberes como Jerarca de la Cristiandad. Fue autor de una de las Divinas Liturgias, junto con la de San Basilio Magno, utilizadas por la Iglesia Ortodoxa para el ejercicio mistagógico-eucarístico.

      El texto que    ahora presentamos, Sobre el Amor cristiano, ha sido tomado del inmenso e invaluable Corpus Homilético de San Juan Crisóstomo, y constituye una brillante exposición del significado del amor cristiano en contraste con lo que el Santo llama “amor mundano”, o “interesado”, “de comercio”, etc., haciendo énfasis en la pureza, la incondicionalidad y la infinitud intrínseca del amor cuando se le considera como un “estado del ser” mismo del cristiano, en la medida en que el propio Dios “es Amor”, como enseña el Apóstol Juan (1 Jn. 4, 8), y que “por amor entregó Dios a su Hijo único, no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”(Jn. 3-16).

     Esta extraordinaria homilía sobre el amor, nos presenta ideas de esencial significación para nuestra época, la cual experimenta de manera global una intensa crisis de principios espirituales, que ha tomado la forma de la “racionalidad empresario-comercial”, donde todo tiene su “valor” respecto a un otro con el cual ha de ser    intercambiado como mercancía, pero nunca en sí mismo, y donde la libertad del amor espiritual y del sentido de una auténtica hermandad universal se ve coartada y obstaculizada por el interés práctico-dominativo de establecer una cultura global ordenada según parámetros cibernéticos, según cálculos de orden económico y político, lo cual, paradójicamente en apariencias, trae consigo el florecimiento de aquéllas conformaciones mentales y culturales que responden aún a esquemas obsoletos como “superioridad racial”, “nacionalismo”, “etnocentrismo”, etc., los cuales se presentan como valores “universales”, y se anteponen ante cualquier expresión de auténtica vivencia pan-humana, que reconoce e interpreta al ser humano primordialmente como ser “a imagen y semejanza de Dios”, en su esencialidad suprahistórica, y concibe su salvación no en la alienación que implican los conceptos antes referidos, sino en el “retorno al futuro” de su ser deificado según la imagen histórica del Qeavnqrwpo", del Cristo Dios y Hombre    Verdadero.

En esencia, la gran predicación de la Ortodoxia es el "amor" (I Jn.4, 20; Rom.13,8; Jn.3, 16). La Iglesia ruega a los enemigos de la humanidad que se evite la lucha entre los hombres, con el fin de no destruir "la obra maestra" del Creador. Y este ruego se sustenta en una indiscutible autoridad histórica, puesto que nuestra Iglesia ha experimentado las persecuciones, las brutalidades del hombre, y las terribles consecuencias a que conducen el odio, el temor y el desconocimiento mutuo.

El logro de la unidad y solidaridad entre los hombres, presupone la aplicación de las palabras del Apóstol San Juan: "Amémonos unos a otros desde el corazón..." (I .Jn.3, 17-18), "habiendo purificado nuestras almas por nuestra obediencia a la verdad... por el Verbo de Dios que vive y permanece para siempre" (I P. 1, 22-23).

Es este mensaje salvífico, inigualablemente expuesto en el presente opúsculo de San Juan Crisóstomo, el que ahora se expande a través de la Ortodoxia también en los países de América Latina, donde nuestra Iglesia contribuye decisivamente al perfeccionamiento espiritual de mujeres y hombres que buscan la Verdad y la Vida con autenticidad y fe inquebrantables.

La Ortodoxia ha cumplido la venerable labor de conjugar la autoridad de Dios y la libertad del hombre en la formulación de sus doctrinas y reglas canónicas. Ha asumido la gran tarea de mantener en la historia el equilibrio teándrico entre autoridad y libertad; la unidad y la autonomía local: "La unidad y la variedad" a imagen de la Santa Trinidad, que siendo un solo Dios, existe como Tres Personas.

      Entre las    ideas fundamentales de esta homilía, podemos destacar las    siguientes:

1.  Existe una esencial diferencia entre el amor “auténtico”, que es eterno, y el amor “inauténtico”, que es en sí mismo caduco y efímero. Esta distinción es fundamental en la cosmovisión del Santo, y se funda en una aguda percepción de las motivaciones y los principios que mueven y sostienen las relaciones que usualmente se desarrollan en nuestra vida. Esta totalidad de relaciones “inauténticas”, o sea, basadas en el interés egoísta, en la manipulación interesada del prójimo, en el temor de vernos privados de la admiración, el soporte material o el reconocimiento psico-espiritual del otro, etc., es lo que el Santo llama en general “vida mundana” y “amor mundano”. No existe una condena del mundo “en cuanto tal”, porque por ese mundo se dio a la muerte el propio Hijo de Dios, y es el mundo por Él profundamente amado. Se trata más bien de la condenación de la vida inauténtica que solemos llevar en él, y de la destrucción, la “catástrofe”, a que lo conducimos cuando olvidamos el sentido del amor cristiano, del amor auténtico, de aquel que, de ser necesario, sabe incluso dar la vida por el prójimo.

2. El amor es resultado de las “virtudes” ( lo que    el Santo llama ajretaiv),    pero al mismo tiempo el amor refuerza y plenifica las virtudes    mismas. “¿Cómo nace, sin embargo, el amor en el alma del ser humano? El amor es fruto de la virtud. Pero también el amor, por su parte, produce la virtud.” Cuando el Santo se refiere a la areté, toma en cuenta aquello que en esencia constituye la dignidad de la persona humana como creación “a imagen y semejanza de Dios”, elementos o “atributos” éstos que han quedado “ocultos” o “de-formados” después de la caída como consecuencia del pecado. Por ello, a las virtudes se oponen las pasiones, que no son sino la “expresión invertida” de las virtudes mismas. En un significativo pasaje, donde San Juan Crisóstomo compara al amor con el resto de las virtudes, señala la superioridad del primero de la siguiente manera: “El amor tiene la ventaja única de la que no viene acompañado, como sucede con el resto de las virtudes, por determinados males. Estas cosas no existen en el amor, en el amor auténtico”. Cuando hay amor, entonces las virtudes se practican en la plenitud de su sentido, y alcanzan su más alta realización. En esta “dialéctica” entre las virtudes y el amor, este último se presenta naturalmente como la fuente de la plenitud de las primeras, y la piedra angular de toda auténtica vida cristiana.

 

3. Amar no es sólo honrar al prójimo, sino también mostrar sincero interés en los problemas y las naturales dificultades que conforman la vida de nuestro prójimo. No se trata de una estimación “abstracta” por el otro como “humanidad”, sino de una verdadera interacción personal entre los seres humanos, en tanto que, en el amor, se realiza la aparente paradoja de que el individuo se trasciende a sí mismo para ser a    través del otro, y, al mismo tiempo, sólo entonces es    verdaderamente “él mismo” como persona. El amor es por principio personalizador, no impersonalizador ni alienante, y ello    porque Dios mismo es Amor, y, en el misterio de Su trinidad uni-esencial, el Ser personal por excelencia. La forma    superior, la forma perfecta de ser, es el ser persona en una comunidad de amor. “El amor presenta a tu prójimo ante ti como “un otro yo”, te enseña a alegrarte con su felicidad, y a lamentar sus desgracias cual si fueren las tuyas propias (...) El amor, igualmente, hace comunes las propiedades y los bienes de cada persona...”, afirma San Juan Crisóstomo[3]

 

4. En cuanto a la relación    Cristianismo y Sociedad, San Juan Crisóstomo nos refiere impactantes juicios pletóricos de actualidad y vigencia, los cuales nos convocan a reflexionar sobre el papel que, como Iglesia de Cristo, desempeñamos en nuestro tiempo, y en especial sobre la imagen que ofrece a nuestros conciudadanos un Cristianismo dividido y fragmentado como el que actualmente se presenta ante los ojos del mundo. Refiriéndose a aquéllos que no creen en nuestro Señor y Salvador Jesús Cristo, y permanecen alejados de Su Iglesia, San Juan Crisóstomo reflexiona sobre el hecho de que es ciertamente nuestra carencia de amor, y no la falta de milagros, lo que en realidad aleja a los no creyentes de la Iglesia. Sin duda, un agudo llamamiento a los cristianos de hoy, que debe inspirarnos a todos a intentar solventar las naturales diferencias que existen a través del diálogo fraterno, el conocimiento mutuo sobre la base del amor, y la confianza en nuestro único Señor Jesús Cristo, el cual aún ora al Padre para que “todos sean uno”.

Sugerencia    bibliográfica para posteriores estudios:

      - Ecumenism and Orthodoxy,    in P.Vassiliadis (ed.), Oikoumene and Theology. The 1993-95    Erasmus Lectures in Ecumenical Theology, Thessaloniki.

      - Gregorio Kostará. Introducción a la Filosofía,    Cuarta Edición, Atenas, 1994 (Texto en griego).

      - Serie “Temas de vida”, Ediciones del Sagrado Monasterio    del Paráclito, Oropós Atikís, 2003 (Texto en griego).

      - John Meyendorf. The Byzantine legacy in    the Orthodox Church, St. Vladimir’ s Seminary Press, Crestwood,    N.Y., 1982.     


     

[1] Cfr. Gregorio Kostará. Introducción a la Filosofía, Cuarta    Edición, Atenas, 1994, pp.292-293.

[2] Idem, p.293.   

[3] Conviene aquí, por la impactante similitud de criterios y experiencia, hacer referencias a las palabras de San Basilio Magno sobre este tema, cuando afirmó: “Llamo comunidad perfectísima de vida aquélla en la cual no existe ninguna forma de propiedad sobre los bienes (...) donde todo es común (...) común Dios (...) comunes las fatigas, comunes las coronas, todos como uno sólo, y el uno nunca en soledad, sino en la totalidad comunitaria (ajll    jejn toi'" pleivosi)” [Cfr.    Gregorio Kostará. Idem, p. 295. (Texto en griego)].

FRAGMENTOS DE LA HOMILÍA DE SAN JUAN CRISÓSTOMO

SOBRE EL AMOR    CRISTIANO[1]

Dijo el Señor: ‘Donde se reúnan dos o tres en mi nombre, allí también estaré yo en medio de ellos’ (Mat. 18:20).  De manera que ¿no hay siquiera dos o tres reunidos en Su nombre? Los hay, pero raramente. Por otra parte, no habla aquí el Señor de una simple reunión y unión de persona locales. No pide sólo esto. Quiere, junto con esta unión, que estén también presentes en los reunidos las otras virtudes. Con estas palabras, nos quiere decir el Señor: ‘Si alguien me tiene como base y presupuesto de su amor por el prójimo, y, junto con este amor, portará en sí el resto de las virtudes, entonces estaré junto a él’.La mayoría de las personas, sin embargo, tiene otras motivaciones. No fundamentan en Cristo su amor. Uno ama al otro porque aquél también le brinda amor; el otro a su vez ama aquel que lo honra; está también aquel que ama a otro porque lo considera útil para la realización de alguna empresa personal. Es difícil encontrar a alguien que ame a su próximo sólo por amor a Cristo, porque son los intereses materiales lo que usualmente une a los seres humanos. Un amor, sin embargo, con tales debilidades, es precario y efímero (...).

Por el contrario, el amor que tiene en Cristo su causa y fundamento resulta firme e duradero. Nada puede disolverlo, ni las difamaciones, ni los peligros, ni siquiera la amenaza de muerte. Quien tiene en sí amor cristiano no deja nunca de amar a su prójimo, no importa cuántas cosas desagradables experimente por su causa, porque no se deja influir por sus pasiones, sino que se inspira en el Amor, en el mismo Cristo. Es por ello que el amor cristiano, como dijo Pablo, no cesa jamás. (...)

Asimismo, el amor no conoce qué significa conveniencia privada. Por ello Pablo nos aconseja: ‘Que nadie persiga su propio interés, sino lo que ayuda al prójimo’ (I Cor. 10:24). Pero el amor no conoce tampoco la envidia, porque quien ama verdaderamente, considera los bienes de su prójimo como suyos propios. Así, poco a poco, el amor transforma al ser humano en ángel. En la medida en que lo aleja de la ira, de la envidia y de toda especie de pasión tiránica, lo saca de su condición natural humana y lo conduce a la condición de la virtud ( ajpavqeia") angélica.

¿Cómo nace, sin embargo, el amor en el alma del ser humano? El amor es fruto de la virtud. Pero también el amor, por su parte, produce la virtud. ¿Cómo sucede esto?: el hombre virtuoso no prefiere los bienes materiales antes que el amor a su prójimo. No es rencoroso. No es injusto. No es malediciente. Todo lo soporta con nobleza de alma. De estos elementos proviene el amor. De que a partir de la virtud nace el amor, lo muestran las palabras del Señor: ‘Cuando crezca el mal, se secará el amor’ (Mat. 24:12). Y respecto al hecho de que del amor nace la virtud, lo muestran las palabras de Pablo: ‘Quien ama al otro, ha guardado la totalidad de los mandamientos de Dios’ (Rom. 13:8).

     Pablo nos refiere también las razones por las cuales debemos amarnos mutuamente, cuando dijo: “Mostrad con cariño vuestro amor fraternal por los otros” (Rom. 12:10). Con nos ello quiere decir: Sois hermanos, y por ello debéis tener amor fraternal entre vosotros. Lo mismo dijo Moisés a los hebreos aquellos que se peleaban en Egipto: “¿Por qué os peleáis? Sois hermanos” (Éx. 2:13). (...)

Debemos saber que el amor no es algo opcional. Es una obligación. Es tu deber amar a tu hermano, tanto porque tienes con él un parentesco espiritual, como porque sois miembros el uno de los otros. Si falta el amor, entonces sobreviene la catástrofe.

     Debes, sin embargo, amar a tu hermano también por otra razón: porque tienes ganancia y dividendo, en tanto que con el amor guardas toda la ley de Dios. Así, tu hermano a quien amas, se convierte en tu benefactor. Y ciertamente, “el no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no desearás los bienes ajenos y en general todos los mandamientos se sintetizan en este único, que ames a tu prójimo como a ti mismo” (Rom. 13:9).

     El mismo Señor certifica que toda la ley y la enseñanza de los profetas se sintetizan en el amor (Mat. 22:40) (...)

     Quien tiene amor, no hace el mal a su prójimo. Dado que el amor es la plenificación de todos los mandamientos de Dios, tiene dos ventajas: por una parte, es protección en contra del mal, por la otra, es realización del bien. Y se le llama plenificación de todos los mandamientos, no sólo porque constituye síntesis de todos nuestros deberes cristianos, sino también porque logra fácilmente la plenificación de los mismos.

     El amor constituye una deuda que permanece siempre sin liquidar. Tanto como trabajamos para su erradicación, en esa misma medida crece y se multiplica. En lo que concierne a asuntos monetarios, admiramos a aquellos que no tienen deudas, mientras que, cuando se trata del amor, consideramos que tiene un buen destino aquellos que deben abundantemente (...) El amor es una deuda que permanece, como ya dije, siempre sin liquidar. Porque es esta deuda el elemento que, más que cualquiera otra cosa, reúne nuestra vida y más estrechamente nos imbrica.

     Toda buena obra es fruto del amor. Por ello el Señor en múltiples ocasiones se refirió al amor. “Así todos sabrán que sois mis discípulos”, dijo, “si tenéis amor entre vosotros.” (Jn. 13:35). (...) Cuando se enraíza bien el amor dentro de nosotros, todas las otras virtudes, como las ramas, nacerán de él.

     Sin embargo, ¿por qué referimos estas nimias argumentaciones en torno a la importancia del amor, dejando a un lado las más grandiosas? Por amor vino el Hijo de Dios cerca de nosotros y se hizo hombre, para acabar con la mentira de la idolatría, para traernos el verdadero conocimiento de Dios, y para regalarnos la vida eterna, como dice el evangelista Juan: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a la muerte a su Hijo Único, para que no se pierda quien crea en Él, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3:16).

     Además de esto, el amor concede a los hombres una gran fuerza. No existe castillo tan firme, indestructible e imbatible a los enemigos, como es una totalidad de seres humanos que aman y permanecen unidos a través del fruto del amor, la concordia (...) Como las cuerdas de la lira, a pesar de ser muchas, ofrecen un dulcísimo sonido, así conviven todos armónicamente bajo los dedos del músico, de esta manera aquellos que tienen concordia, como una lira de amor, ofrecen una admirable melodía (...) No existe pasión, no existe pecado que el amor no pueda destruir. Es más fácil para una rama seca salvarse de las llamas del horno, que para el pecado escapar del fuego del amor.

El amor presenta a tu prójimo ante ti como “un otro yo”, te enseña a alegrarte con su felicidad, y a lamentar sus desgracias cual si fueren las tuyas propias. El amor hace de los muchos un solo cuerpo y convierte el alma de todos en vasos del Espíritu Santo...El amor, igualmente, hace comunes las propiedades y los bienes de cada persona.

Porque lo que mantiene hoy alejados de Cristo a los no creyentes, no es el hecho de que no se realizan milagros, como afirman algunos, sino la falta de amor entre los cristianos. A los no creyentes no los atraen tanto los milagros como la vida virtuosa, que sólo el amor es capaz de crear. (...)

El amor es la característica del verdadero cristiano y muestra al discípulo crucificado de Cristo, que no tiene nada de común con las cosas terrenas. Sin amor, ni siquiera el martirio sirve absolutamente de nada. (...)

Si reinase el amor en todas partes, ¡cuán diferente sería nuestro mundo! Ni las leyes, ni los jurados, ni las penas serían necesarias. Nadie actuaría injustamente contra su prójimo. Los crímenes, las disputas, las guerras, los levantamientos, los pillajes, los excesos y todas las injusticias desaparecerían. La maldad sería totalmente desconocida. Porque el amor tiene la ventaja única de que no viene acompañado, como sucede con el resto de las virtudes, por determinados males. La brillantez, por ejemplo, aparece frecuentemente acompañada de la vanidad, la elocuencia, por el afán de gloria, la capacidad de realizar milagros, por la soberbia, la caridad por la lujuria, la humildad por la altanería, y así sucesivamente. Estas cosas, sin embargo, no existen en el amor, en el amor auténtico. El hombre que ama, vive sobre la tierra como si viviese en el cielo, con inconmovibles serenidad y felicidad, con el alma pura de toda envidia, recelo, ira, soberbia, malos deseos (...) Como nadie en su sano juicio se hace el mal a sí mismo, así quien ama no daña nunca a su prójimo, a quien considera como otro yo. Mira al hombre del amor ¡un ángel terrenal!

Si en nuestra sociedad reinase el amor, no habría discriminaciones, no existirían esclavos ni libres, siervos ni señores, ricos ni pobres, pequeños ni grandes. El diablo, igualmente, y sus demonios serían completamente desconocidos y débiles. Porque el amor es más fuerte que todo muro, y más poderoso que todo metal. No lo transforman ni la riqueza ni la pobreza, sino sólo los mejor de ambas: de la riqueza toma la pobreza lo necesario para la conservación, mientras que de la pobreza toma la riqueza la falta de cuidado. Así desaparecen el cuidado de la riqueza y los temores de la pobreza. (...).

Quizás podrían preguntarme: ¿No existe satisfacción, aunque sólo incompleta, en cualquier especie de amor? No. Sólo el amor auténtico trae consigo alegría pura y sana. Y el amor auténtico no es el mundano, el amor “de comercio”, que constituye más bien maldad y defecto, sino el amor cristiano, el espiritual, aquel que pide de nosotros Pablo, aquel que sólo mira el interés del prójimo. Este era el amor que embargaba al Apóstol cuando dijo: “Quien de ustedes enferma sin que yo también enferme? ¿Quién de ustedes cae en el pecado sin que lo sufra también yo?” (II Cor. 11:29).

Y de nuevo me preguntarán: Tomando cuidado del prójimo, ¿no vendremos a descuidar nuestra propia salvación? No existe tal peligro. Todo lo contrario, ciertamente. Porque aquel que se interesa por los otros, no causa tristeza a nadie. Tiene compasión por todos y a todos ayuda, según su fuerza. No roba nada a nadie. Ni es ambicioso, ni ladrón, ni mentiroso. Evita todo mal y siempre persigue el bien. Ora por sus enemigos. Hace bien a quienes cometen injusticia contra él. No ofende ni habla mal de nadie, aunque hagan esto con él. Con todas estas cosas, ¿no contribuimos a nuestra salvación?.

El amor, pues, es    el camino de la salvación. Sigamos este camino, para que así    heredemos la vida eterna.



     

[1] Tomado de la serie “Temas de vida”, Tomo I, Ediciones del Sagrado Monasterio del Paráclito, Oropós Atikís, 2003, pp. 156-174.

   

 

 

 

 

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